Padezco de eisoptrofobia, leve, pero lo padezco. Pero, ¿saben ustedes lo que es?
La eisoptrofobia consiste en el miedo a los espejos, pero no tomados como objetos en sí, sino más bien es un miedo irracional (¿o no? ^^) a lo que pueda verse reflejado en su superficie, como si se trataran de puertas hacia otros mundos y se temiera ver algo que no sea de este mundo reflejado en el espejo. Y además a esto se puede añadir la sensación de sentirse observado a través del espejo, lo que puede incrementar la fobia a los mismos.
En mi caso, odio los espejos por estos mismos motivos, tener un espejo en el baño no me importa porque es algo necesario, pero ninguno más. No soporto cualquier tipo de superficie que refleje, porque a veces tengo la sensación de que reflejan algo más que la realidad que veo a mi alrededor, y al no ser la primera vez que tengo alguna experiencia paranormal, cuanto más lejos tenga los espejos mejor.
* * * * *
En el título también les hablo de Jorge Luis Borges, y es que este autor tiene un magnífico poema dedicado a los espejos, en el que de alguna forma me siento especialmente identificada con dos de sus estrofas que se la remarcaré en negrita.
Los Espejos
Yo que sentí el horror de los espejos
no solo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita.
Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa.
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado.
Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los espejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso no alarman.
Jorge Luis Borges
Greetings from the coffin
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